Traductor: Juan Flavio de Sousa
Dios odia el pecado. Según Pr 6:16, «seis cosas aborrece Jehová, y aun siete abomina su alma». Luego siguen siete pecados específicos que Dios desprecia: la soberbia, la mentira, el asesinato, tramar planes perversos, correr al mal, el falso testimonio y la discordia. En otros lugares se identifican otros pecados específicos como odiados por Dios o abominaciones para Él: idolatría (Dt 12:31), sacrificios inmundos (Dt 17:1), travestismo (Dt 22:5), el peso falso (Pr 11:1) y homosexualidad (Lv 18:22). Puesto que Dios es santo, odia todo pecado, no sólo los que se mencionan específicamente en las Escrituras. La santidad de Dios le obliga a odiar todo pecado.
Sin embargo, 2Co 5:21 dice que, para nuestra reconciliación con Dios, Jesús fue hecho pecado. Hay que asimilar esto muy bien. Jesús se convirtió en pecado; se convirtió en lo que Dios odia, lo que abomina. ¿Pero cómo puede ser eso? Después de todo, Hebreos 4:15 dice que Cristo es nuestro sumo sacerdote «que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado». Y 1P 1:19 dice que la sangre de Cristo es «como de un cordero sin mancha ni contaminación». Jesús era y es impecable y perfecto. Entonces, si era impecable, ¿cómo puede decir el Espíritu Santo que Jesús fue hecho pecado? ¿Cómo pudo convertirse en lo que Dios odia?
La respuesta tiene que ver con el Evangelio. Las buenas nuevas incluyen un concepto bíblico crucial conocido como imputación. La imputación es la forma en que alguien puede ser de una manera en sí mismo, pero considerado de otra manera por otra persona. Esto es algo que Dios hace en el evangelio de Cristo crucificado.
Jesús colgó de la cruz como alguien que nunca había cometido ningún pecado. No merecía estar allí. Sin embargo, los pecados de todos los elegidos le fueron imputados a Cristo, puestos sobre sus hombros para que cargara con la ira de Dios contra ellos. Todos los pecados de los creyentes fueron puestos en la cuenta de Jesús ante Dios, por así decirlo. En 2 Co 5:21, el Espíritu Santo está diciendo que el peso infinito de nuestros pecados imputados a Cristo hizo que —no hay otra forma de decirlo— Él se convirtiera en pecado. Se convirtió en el blanco de la ira de Dios en nuestro lugar. La imputación de nuestros pecados a Cristo lo hizo así. Si no se le hubieran imputado todos nuestros pecados, no habría experimentado la ira infernal de Dios. Nosotros estaríamos sin Salvador.
Pero hay más. El Evangelio nos habla de otra imputación. Jesús se convirtió en lo que no era (pecado), para que nosotros nos convirtiéramos en lo que no somos (justos). El Espíritu Santo dice además en 2 Co 5:21 que en Cristo «nosotros fuimos hechos justicia de Dios». La justicia es lo que Dios ama. El Salmo 33:5 dice: «Él ama justicia y juicio».
No obstante, somos pecadores. Ga 5:17 habla de un conflicto que los cristianos experimentan entre los deseos de la carne y los deseos del Espíritu. En 1Ti 1:15, Pablo dice que él, un cristiano, es el primero (mayor) de los pecadores. Jesús elogió al recaudador de impuestos que, en Lucas 18:13, oró: «Dios, sé propicio a mí, pecador». Pecamos todos los días. Eso significa que, en nosotros mismos, somos pecadores. Si decimos lo contrario, nos engañamos a nosotros mismos (1Jn 1:8). Entonces, ¿cómo podemos llegar a ser «la justicia de Dios»? ¿Cómo podemos llegar a ser lo que Dios ama?
De nuevo, es a través de la imputación. Aunque seguimos siendo pecadores en nosotros mismos, toda la justicia de Cristo se acredita a nuestras cuentas. Nos convertimos en lo que no somos a través de la imputación, así como Cristo se convirtió en lo que no era a través de la imputación. En la cruz, se convirtió en pecado, pero permaneció sin pecado. A través de la cruz, nos convertimos en la justicia de Dios, aunque seguimos siendo pecadores en estos tiempos.
A menudo llamo a esto «el dulce intercambio», una expresión que aprendí de Robert Bertram. Lutero lo llamaba «el gozoso intercambio». Como quieras llamarlo, es una parte esencial de la buena nueva que anima nuestras almas y levanta nuestros espíritus en alabanza. Porque Cristo ha cargado tan completamente tus pecados, ahora tú llevas completamente su justicia a los ojos de Dios. Aunque sigues siendo un pecador en este mundo, a los ojos de Dios eres considerado tan justo como Cristo. De hecho, Jesús se convirtió en lo que Dios odia para tu reconciliación.
El Rev. Wes Bredenhof (B.A., M.Div., Th.D.) es pastor de la Iglesia Reformada Libre de Launceston, Tasmania.